viernes, 20 de diciembre de 2013

Camille Claudel 1915

La biografía de la escultora francesa Camille Claudel es definitivamente atrapante, ella es tremendo e impactante personaje. Por lo que al no saber casi nada de ella ver La pasión de Camille Claudel (1988), de Bruno Nuytten, fue verdaderamente lo que necesitaba visionar y conocer. Un biopic a la orden de contarlo tradicionalmente, explotando la fuerza de su historia, con una Isabelle Adjani prodigiosa en la piel de esa talentosa, vehemente y trágica artista. La que tuvo una relación -y razón del quiebre de su cordura- con uno de los nombres más grandes de la escultura mundial, Auguste Rodin (Gérard Depardieu), con quien compartió 15 años de arte y amor desmedido. Ella era “arcilla” en sus manos, trabajando a las órdenes de la bien ganada fama de él, pero teniendo tanta intensidad, don y creatividad que empapaba y rejuvenecía, le daba una segunda vida, a Rodin. Una grandeza en que el tiempo y el desgaste cobra factura. Y mientras ella lo daba todo, el viejo maestro francés aprovechaba su entrega sentimental y su cuerpo, como su espectacular capacidad artística; era un regalo de los cielos, no solo cumplía con responder a su desmedido apetito sexual convirtiéndose en su amante a pesar de las habladurías y desprestigio moral de cara a la sociedad de la época, sino engrandecía su genio. Sin embargo, Rodin no deja a su pareja de toda la vida, a Rose Beuret, que era lo que Camille quería, casarse con Auguste. Y ante la negativa de oficializar la relación, darle su lugar, aborta y se queda sola, pero la tragedia no queda ahí, sufre aun más, su tiempo le da la espalda como artista, la reconoce pero no la enaltece como se debe y cae en una crisis. Termina en el desequilibrio, abandonándose en un aislamiento voluntario en su solitario hogar y taller. Luego muere su padre que tanto le quería y protegía, el que admiraba su iniciativa, potencial y autosuficiencia, y ella es enviada por su madre y hermano menor, el poeta y diplomático católico Paul Claudel, a un manicomio, donde no vuelve a esculpir jamás y termina encerrada durante 30 años hasta su muerte. De lo que para más inri, su cuerpo se perdió en una tumba sin nombre. 

No voy a atacar un filme para enaltecer otro, son distintos, como mis apetencias cinéfilas, el valorar diferentes propuestas y estilos de séptimo arte. Y hay que decir que lo que hace Nuytten es magnífico. Efectivamente, no solo explota su historia, sabiendo antes contarla, sino otorga emociones al espectador, se vive en todo auge la pasión del título, la esencia de la existencia de Camille Claudel, que proporciona el entendimiento de la brutalidad de su caída. Se siente en la perfomance de Isabelle Adjani, musa total del autor. Aparte de que es una muestra hermosa del arte de la escultura, teniendo un lugar de privilegio en el relato donde se trabaja mucho; participa de forma maestra. Y una vez aquí, con todo lo explicado termina en 1913, con letras contándonos lo que vino después.  

Ahora empieza la obra de Bruno Dumont, y hay que decir que es complementaria, porque sin antecedentes nos perderemos de mucho subtexto en las nuevas imágenes, en una biografía que aporta y enaltece lo que hemos de sentir. Ya que Dumont busca lo mismo -aunque de distinta forma- que Nuytten, entregarnos un drama y emociones, en la otra parte de la historia de Camille, la consecuencia de su pasión, y justo empieza donde la otra termina, dos años después (el tiempo que lleva de reclusión en el manicomio). Estamos en 1915, y solo versará sobre unos días en su vida, tratando de proyectar lo que sería su porvenir. Pero, desde el cine de autor, con lo mínimo, lo redundante, lo lento, lo sugerente, lo elíptico, el espacio reducido, y usando locos reales para fabricar la desesperación que quiere dar a entender. Un claustro espeluznante para cualquier mortal, aunque Camille tenga un lado de desequilibrio, y se sienta siempre perseguida por una supuesta mano negra de Rodin, aunque no lo una nada a éste hace 20 años, ni tenga ni se asome ninguna prueba razonable. Cree que la quiere envenenar, que el maestro le teme porque envidia su talento, y su posible retorno artístico, que quiere destruirle porque ella va a robarle la inmortalidad, a oscurecer su legado, y lo culpa de su encierro y de que sus obras desaparezcan, dejen de exponerse, de su ruina, y algo hay de verdad en toda su locura como un pasado metafórico, si bien yace muy desbocada en su imaginación.

Lo que veremos en Camille Claudel 1915 es puro Dumont, no nos engañemos, es su estilo, su impronta, su personalidad, aunque no hayan constantes escenas de sexo explícito, o intempestiva violencia que nos golpee sin piedad y nos deje inquietos o nos haga sentir bastante mal, su quehacer en ello es otro, con el sufrimiento del abandono y la soledad, el estar proclive a perder la esperanza. Si han visto sus películas anteriores saben de lo que hablo.

La vie de Jésus (1997) sobre el diario vivir de unos adolescentes motoristas, cinco vagos que acaban de perder a un amigo, hermano e integrante, con el reflector en una trama que apunta a enseñarnos a Freddy y su relación con Marie, ante la amenaza de un joven pretendiente árabe de quien el protagonista se enemista tras burlarse de él y su padre, y este venir a provocarle en adelante. Una historia simple, siendo la trama más convencional de este director. Muy típica en su deambular por lo ocioso, familiar, sentimental, social y recreativo que aunque bien contada lo hace de forma ardua.

L'humanité (1999), ganadora de mejor actriz a Séverine Caneele y mejor actor para Emmanuel Schotté, dos actores noveles, como suele buscar audazmente éste director galo, con buen ojo en su elección descubridora, y para los roles principales, que no es poca cosa, una gran oportunidad y responsabilidad supervisada naturalmente por el genio de una dirección predominante. L´humanité también ganó el gran premio del jurado, en el festival de Cannes de 1999. Una película donde vuelve  a brillar el amor, un leitmotiv muy fuerte en el arte de Dumont que parece querer a menudo tener la intención sólo de contar algo pedestre sobre alguna relación afectiva, entre el placer y el conflicto cotidiano, debajo de unas formas que acostumbran ser extravagantes, difíciles e inesperadas y se amplían por otros derroteros como bajo una capa de oscuridad. El amor se halla tras la debacle de la vida, esa pérdida de la mujer e hijo de Pharaon De Winter (Emmanuel Schotté), quien pasa sus días no sólo como detective de policía preocupado con un caso que lo ha sacudido, sobre la violación y muerte de una niña de 11 años, sino pasa el rato muy campechano con dos amigos muy cercanos, una pareja, Joseph y Domino (Séverine Caneele), ésta última una rubia belga enorme que como toda fémina en la obra del autor francés es muy ardiente y promiscua, indecisa en definir sus afectos por una sola persona. El sexo lo estila este creador bajo poca seriedad, muy a menudo es superficial, un acto hasta antojadizo, rápido, aunque suela esconder o descubrir emociones y conflictos. En sí la trama es solo eso, Dumont siempre hace largo, contemplativo y saca jugo a lo que debería ser discreto –como lo ha hecho en toda su filmografía e incluso en Camille Claudel 1915-. Simboliza lo suyo también, solamente toques, como ese beso sorpresivo que le dan a un criminal que puede creerse de atracción homosexual pero es más iluminar una compasión e identificación como arguye el título, de humanidad; como es de cierta tradición en su filmografía, en que no falta lo espectacular, como la santidad, o en otro caso la magia, como se puede describir en la bondad y pasividad de Pharaon De Winter. En un lapso del filme parece levitar, como más tarde intenta de pronto Barbe en Flandres (2006), y es que no todo indica algo literal, como sí tiene de ello Hors Satan (2011).

Twentynine Palms (2003) su película más hiriente, más chocante, que da el golpe cuando menos lo esperas, partiendo de una aventura y un viaje romántico por el desierto salvaje californiano, siendo todo casual y predecible hasta engañarnos, en un contexto muy normal en mayor parte del metraje, peleas nimias y hartos encuentros sexuales marca de la casa, que tienen de dominantes y algo perversos, y pueden esconder una idiosincrasia intrínsecamente culposa y oscura que más tarde refracta como un castigo injusto y escalofriante. Si uno es muy sensible, mejor no la vea. Tiene escenas verdaderamente terroríficas y perturbadoras.  

Flandres (2006) es una cinta que ganó nuevamente el gran premio del jurado, en el festival de Cannes del 2006, y que mezcla una guerra indefinida en alguna zona desértica del planeta y sus horrores, violaciones de soldados a una mujer indefensa, asesinatos de niños combatientes, venganzas con mutilaciones genitales, tortura y masacre, con su habitual contexto en la campiña francesa, donde retrata a unos jóvenes antes de ser parte de la milicia y de las atrocidades antes descritas. Se apela a las características generales de Dumont, como la toma amplia, panorámica, de paisajes, la parsimonia, recrear rutinas o cierto falso cariz de desconexión en la extrañeza de su protagonista, dentro de aclimatarse a una convivencia particular que parece a punto de quebrarse, producto de un peso interno oculto, manejando ambigüedad, y la sorpresa de decisiones que importan pero no se toman así. Se nada entre la promiscuidad y el amor secreto que sueña con algo puro aunque no se atreva a exigirlo o revelarlo.

Hadewijch (2009), una lucha conceptual del hombre sobre la facultad de las decisiones y sus conexiones y retroalimentación, dentro de la subyugación al destino espiritual superior, desde paradójicamente el libre albedrio (el que muchas veces desaprovechamos o nos deja expuestos pero que es nuestro y es siempre una oportunidad de ser), dependiendo el camino, como es la vida, la gloria, la fatalidad, aquí bajo algo radical. Nos sumerge en la historia de una chica religiosa, Céline vel Hadewijch, que por una personalidad devota a la entrega total de unas creencias trascendentales es material moldeable a dejar de tener propia voz, algo que puede ser una tragedia según el fanatismo. Una crítica contra la obsesión (el convertirnos en objetos), léase un preámbulo de lo que será Camille Claudel 1915.

Hors satan (2011), una película con un periplo entre lo místico y lo pagano en donde no faltan los afectos, el desamparo, la vulgaridad, lo inexplicable y la naturaleza humana.

La última cinta de Dumont es hora y media de ver deambular a Camille por el manicomio de Montdevergues, esperando la visita de su hermano Paul Claudel (un estupendo Jean-Luc Vincent con la naturalidad necesaria, como cuando yace desnudo del torso escribiendo, aunque con una presencia y una actitud concebida al uso de un retrato). Vemos el horror de su confinamiento, el estar entre gritos, chillidos, exabruptos, abundante retardo, la constante de repetir una palabra hasta el agotamiento y el descontrol ajeno que eso ocasiona, risas esperpénticas e incontenibles, babas, toda clase de ruidos desagradables, ausencia, aturdimiento, incoherencia, dependencia feroz, un mundo donde la realidad se vuelve atemporal, lenta como la cámara del autor francés, contemplativa, y como pegada a un pasadizo, a una cuantas paredes, el aburrimiento, la nada, el temor al olvido y al abandono que ya asoma. Un contexto contrario a la personalidad legendaria/artística de Camille (aunque queda en la mente de uno y en conjunto la imagen de fragilidad de su aspecto lastimado por la enajenación), como lee uno de tantos monólogos, en el diario de Paul que lo desnuda a él -su cierto temblor emocional, pero sin ser juzgado por nadie más que por sí mismo- y a su relación con quien antes lo opacaba, aunque ella a fin de cuentas lo llenaba de cariño y lo ayudaba. Actualmente es una traición, requerimientos ideológicos y un tipo de vida que tiene de elitista, pero a la vera de un cariz particular, impoluto y ordenado ante una filosofía y una religión que lo regenta, como implica la decisión del encierro y tirar la llave para nunca darle una segunda oportunidad, algo de resentimiento, un castigo por una vida de pecado que deja ver que la tiene por anteriormente soberbia como si no la hubiera comprendido nunca; un catolicismo y una familia dentro de una sociedad que oprime un alma que ha pasado de la libertad más audaz  que rompía con sus reglas más hipócritas a la dolida vaciedad, una persona no del todo sana pero si manejable.

Camille Claudel 1915, de Bruno Dumont, es ver a Juliette Binoche mostrar que por algo es una de las más grandes actrices que tiene el séptimo arte, no solo Francia, donde su cara y sus tomas frontales, su gesto en su constante dramatismo, sus lágrimas y desencajamiento, dentro de recurrentes espasmos, son los de alguien a la que parece no se le permite ningún tipo de felicidad, que no sea más que muy breve, como en el teatro, que luego le recuerda su idiosincrasia y su punto de inflexión hacia el abismo. Ayuda a Binoche verla pálida, sin arreglos ni maquillaje, con arrugas y líneas de vejez, cuando es una mujer mayor hermosa. Binoche hace una trasformación física eficiente pero sencilla, como lo es ésta obra cinematográfica como relato en sí, fuera del estilo personal de narrar de Dumont, menor ante el interior que es poderoso. Su rostro apabullado por un entorno y una existencia sumamente sufrida, aplastada, ya no solo por sí misma sino por el dominio ajeno de quienes ella está obligada a confiar, y habrá supuesto una decepción mayúscula e insoportable, trasmite un cúmulo de emociones que son el colofón premonitorio de una vida de treinta terribles años de encierro (y el sentido esencial de esta propuesta), y es una condensación ambiciosa que se mueve en el genio del estilo de este francés capaz de traer una historia biográfica importante de su nación a su territorio artístico, uno que no resulta tan fácil de congeniar pero que sale bastante airoso, no solo por saber manejarse al remitirse ante todo a las cartas o redacciones que sus personajes recibieron o dejaron y a un registro médico del asilo que la cobijó, sino porque es un cine que quiere coger algo más profundo quizá que las descripciones, arte en toda palabra, y que mejor que hacerlo con una vida sacrificada en su genio por una pasión, en algo que se vuelve tan triste, tan increíble, porque ponerse en el lugar de Camille, lo que intenta Dumont, es algo que aprieta el corazón, si esquivamos ciertas formas que requieren esfuerzo y paciencia, si las comprendemos, que tampoco es tan complicado. Es un intento magnánimo del cine y del arte, de trasmitir desde ciertas coordenadas, de un estilo plenamente justificado.

Cuando se ponen uno frente al otro, Paul y Camille, sacamos conclusiones sumamente valiosas del filme, sobre la realidad y las razones de su decisión de dejarla sola, que cobra interés siendo algo tan cruel y decisivo en una vida; un atisbo porque nunca lo sabremos con exactitud, no obstante la realización hace lo suyo, nos entrega contextos interesantes y elaborados, las cuatro exposiciones/diálogos de Paul, la escritura en su diario, el sacerdote con quien pasea y al que le revela el origen de su misticismo y el agradecimiento a Rimbaud, el encuentro anhelado, y por último el paseo con el director del instituto cuando se retira. Cójase cierta contradicción, un mal pago, al no entender nuestra imperfección de seres humanos -la que incluye el perdón y la apertura de la libertad de los hombres, que le falta- que yace en Camille como en el escritor de Iluminaciones y no la ve o no quiere verla, quizá no la entiende como es debido, y seguramente los dogmas le habrán cegado finalmente y una personalidad que difería en verdad de lo que cree ser y lo que hacía.

Camille tiene tres importantes declaraciones, una carta a su hermana, también una conversación con el regente institucional y el intercambio último de posturas con su hermano Paul (donde yace una composición autoral más imaginativa si se quiere). El culmen del filme paga con creces la espera de la propuesta ante su énfasis conceptual. Un filme profundo en cuanto a su retrato íntimo, como radiografía del dolor, y la eterna fuerza de resistencia en un terrible contexto, algo que no debería ser, pero que existe, y de repente mucho, aunque no solemos verlo con la atención que corresponde, si es que claro, no lo estamos padeciendo.