sábado, 28 de junio de 2014

El resplandor

Ésta es una de las mejores películas de Stanley Kubrick, y confieso que soy un fervoroso entusiasta de todo su cine. Me fascinan sus 13 películas, en más, o menos medida, yo defiendo todas, incluyendo a Fear and Desire (1953), su ópera prima, que no le agradaba mucho a él; también la ironía de Dr. Strangelove (1964), aun no siendo muy aficionado a la comedia; o su última película, Eyes Wide Shut (1999), que muchos han atacado, como en otra forma pasa que 2001: Una odisea del espacio (1968) suele ser nombrada como la obra número uno del séptimo arte, cosa que no comparto, aun apreciándola. Agrego que ese primer espacio me parece imposible de elegirse, el cine es demasiado amplio y competitivo, tiene demasiadas justas candidatas.

El resplandor (1980) es una película que uno puede ver en repetidas ocasiones, aguanta y entretiene por más de una vez. Cada cierto tiempo resulta vital hacerlo. Es un goce seguro. Aunque la primera vez que la vi sentí su lentitud (lo cual ha ido cambiando hasta desaparecer esa sensación, cuando te metes de lleno, cuando te apasionas, que sucede y mucho, no por poco esta película es una de culto), pero es porque Kubrick se dedica a ser lo más completo que puede ser, solo dejando espacio para la ambigüedad de la interpretación central que es como un castillo (hotel para ser precisos) construido de muchas partes intercomunicadas, las que no dan todo fácil, pero sí brindan suficiente información para armar perfectamente una buena y sólida teoría; los datos pequeños están todos ahí, aunque siempre quedará una falta de confirmación, el misterio perdurará.

Muchos ven que abundan los significados, caminos y aristas en ésta película, lo cual no es para nada desacertado, es verdad, pero también que reina cierta sencillez, por lo que vemos (aunque requiera de un arranque de paciencia), por la acción pormenorizada, que convive con la justificación que hay que agarrar (que no la apoteosis de la lucha en sí expansivamente desplegada). No obstante no llega a extremos de cierto cine de autor (radical), pero si es de las que se toma definitivamente su tiempo. Un punto notorio, tanto como notable, es que contexto, clima, tono y clímax se trabajan mucho; se va preparando clara, tranquila e inteligentemente –a su estilo- el acontecimiento del terror mayor que cuando parte ya no para (una vez que se asumen por completo los peligros, uno concreto, otro paranormal, ambos conjugados y profundos), hasta ese desenlace frente al poder de la naturaleza desencadenada.

A vista y paciencia del espectador se le deja vislumbrar lo que ocurrirá, se advierte lo que no debería pasar, una inminente catástrofe homicida producto del aislamiento y la perturbación de la supuesta normalidad del agente, que lleva leyenda, en lo que intuiremos más de un caso, aunque exista uno en particular, la de la habitación 237 y el vigilante antecesor Delbert Grady contra su “molesta” esposa y sus inocentes y traviesas niñas gemelas, a través del poder del destino, del lugar y una filosa y cruda hacha. Se solventa en múltiples justificaciones y un desarrollo evolutivo metódico la locura de Jack Torrance (Jack Nicholson), que sintetizando proviene de un cementerio indio usurpado, violentado, “desaparecido”, por la construcción del hotel Overlook, que implica la brutalidad, ambición y despotismo de occidente (lectura de la historia americana), luego habitado en consecuencia por crímenes misteriosos, tras las reencarnaciones o la invasión del cuerpo, la destrucción mental del ser.

Entra a tallar el título, lo que significa el resplandor, y no me fijo tanto en el que se aboca a las personas, como el niño pequeño y único de los Torrence, Danny, que tiene ratos -de un conjunto efectivo- en que parece un recurso poco imaginativo y hasta tonto lo del amigo imaginario Tony que vive en su boca y habla a través de uno de sus dedos de la mano, sino el de los espacios del Overlook, que presentan imágenes fantasmales. Hay muchos. Unos son simples, como el cuarto con esqueletos y telarañas; otros son simbólicos, como el de la repetitiva ola de sangre; y algunos bastante extraños que dejan incógnitas, como el cuarto con el caballero de traje elegante que deja la sensación de estar haciendo algo sucio con un tipo grande vestido de peluche; o con el invitado con la cabeza sangrando brindando por las próximas muertes, que recuerda el llamado de la gemelas que parecen buscar compañeros en la eternidad fantasma. Éste resplandor (del lugar) tiene suma injerencia. Véase solamente la ayuda de fuerzas invisibles abriendo la puerta cerrada del almacén frigorífico que encierra a Jack, o esas oscuras conversaciones con Grady, el baile sensual con su anciana y quemada terrorífica mujer o el bartender Lloyd que dice que hay ordenes de arriba que le invitan de tomar, siendo Jack un ex alcohólico con antecedentes de violencia familiar. ¿A costa de qué?, lo sabemos, el mal habita en el Overlook, en lo que representa un ajuste de cuentas continuo, y que a su vez permite una lectura menor, pero complementaria, acerca de la frustración existencial.

El resplandor posee dos lecturas centrales. Una es la de la alteración mental de un espléndido, histriónico, bastante expresivo (vaya sonrisa sugestiva que maneja éste actor interpretando la enajenación, el fuera de lugar o los estados de éxtasis), Jack Nicholson, como un hombre perdiendo la cordura progresivamente. Brillante lo de la máquina de escribir y su mítica redundante frase escrita como una novela: "all work and no play makes Jack a dull boy” (puro trabajo y nada de ocio hacen de Jack un tipo tonto/aburrido), punto de inflexión de la trama y revelación del horror en toda contundencia, uno que se vuelve físico, ya habiendo indicios de miedo y advertencia de un futuro atroz, como los también magistrales recorridos de Danny, hasta perpetrar el tercero y oír el llamado del limbo, visualizando en el segundo la perpetuidad de la habitación 237, que va atrayéndolos hacia la maldición del lugar, del hotel embrujado. La otra es lo que hace del filme uno paranormal, tras lo psicológico, y se unen de forma perfecta.

¡La propuesta cuánto juego proporciona! Pero todo encaja de forma natural, a pesar de las dudas. Luego es dar rienda suelta a la persecución y la acción, lo justo diríamos, mientras otros elementos aportan su buena parte imaginativa y entretenida. Está el laberinto, que en lo personal siempre me ha resultado una debilidad, en sentido de placer, y peor si está tan bien hecho, y pues toda la locación hegemónica –el hotel- es maravillosa para el propósito cinematográfico de Kubrick, como cada rincón, como con la sala de la era de oro donde se exhibe una fiesta con gente importante de la década de fines de los 20, a lo Gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald, que apunta al clima de desasosiego. El frío es otro personaje o fuerza en disputa e impersonal. Está además el famoso Redrum, de un hijo ensimismado por un fantasma, el bien susurrando débil, pasivo, impotente, fuera de sí, en medio del terror, que puede entenderse como una voluntad permisiva, y una especie de retribución, aunque a regañadientes, mientras hay otra dominante, dueña del lugar, en el momento adecuado, de ahí el único final posible y coherente que vemos, mientras Jack es una pieza fácil de capturar, predispuesto, en una temporada propicia para el mal, a la vera de uno de esos cuentos clásicos de terror tomados a la ligera. También brilla el soltar frenético de un estado de pánico que llega como una bola de nieve en la caída de una pendiente (poco después de que ruede literalmente el monstruo por unas escaleras cuando busca un sacrificio, en el llamado del engaño inocente), gracias a la parcial, levemente, cómica, e histérica y contagiosa Wendy Torrence (Shelley Duvall), injustamente nominada a los premios Razzy de 1981, donde sus limitaciones no dan para tanta algarabía crítica, tanto como una imperdonable candidatura para Kubrick como director.

El resplandor presenta una dupla única en el cine con el aparatoso Jack Nicholson, que en una lectura alegre pareciera la participación de un dúo cómico, el abusón y la tonta, finalmente convertido en un acontecer lógico, realista, donde Wendy corre, grita, se asusta, no hace nada espectacular aunque reacciona, de forma que no corrompe su esencia, sin ser necesariamente un estereotipo.