domingo, 12 de abril de 2015

Qué difícil es ser un Dios (Hard to be a god)

Con solo 6 filmes Aleksey German es un cineasta mítico, aunque no todo lo conocido que debiera ser en el mundo, pero con su última obra, a la que le ha dedicado tanto empeño, la que nos reúne en ésta crítica, eso seguramente cambiará, en una propuesta que ha tardado trece años en ver la luz, y es una aventura absoluta, harto cinéfila, muy propia del arte del cine donde la imagen lo es todo, es tan potente. El 2015, a dos del estreno de Hard to be a god (Trudno byt bogom, 2013), será el año de German (aunque póstumo), como en las listas que lo han postergado, si bien hay que recordar que su fama se inmortalizó en 1971 con Control en los caminos (Proverka na dorogakh) que fue censurada por el gobierno de la URSS hasta la caída de éste, en que se retrata la redención de un traidor del ejército ruso en época de ocupación nazi durante 1942 en las filas de los partisanos cuando pretende ayudar a su país entregándose por completo a ello, en una obra donde vemos que hay dos líderes representativos rusos, uno es Petushkov (Anatoliy Solonitsyn) que es un tipo bastante duro que claramente luce como un trasunto del comunismo más firme, el de su tiempo y el estado, el que no perdona al traidor Lazarev (Vladimir Zamanskiy) queriendo verlo colgado a pesar de tantas demostraciones de reinserción, sacrificio y lealtad; y el otro es Lokotkov (Rolan Bykov) que es muy humano, y al que veremos relegado como militar aun con tanto don de liderazgo, bondad y sentido de lo justo y la oportunidad, al ser apreciado como un tipo débil para el partido. 

Hard to be a god es una obra monumental, basada en una novela de los hermanos Arkadiy y Boris Strugatskiy, los mismos que fueron adaptados por el gran Andrei Tarkovsky, de lo que Roadside Picnic se convirtió en Stalker (1979). En la presente hacen una obra de ciencia ficción que critica de forma “velada” las purgas intelectuales demenciales que se llevaron a cabo con Joseph Stalin, y con él iban contra su propio gobierno en 1964, y todo tipo de poder carente de democracia. German dicen pudo tener en mente la actualidad, a Vladimir Putin, pero en un trabajo de realización tan extenso, y tan amplio de miras y señalamientos, eso puede quedar en un plano anecdótico que poco tiene que ver con la envergadura propia del arte que contiene por sí misma, sin lecturas específicas de corte político, sino más bien invoca la deshumanización más atroz que uno puede pensar, el limite más temido, en una referencia mayor, universal, tras una barbarie donde lo medieval se ve con pelos y señales, en que el lodo gobierna el reino de Arkanar.

En la película hay esclavos con tablas de verdugo colocadas al cuello, vejación, ahorcados masivos o dirigidos hacia ahí, encarcelados en jaulas primitivas, niños deambulando salvajes vistos sin piedad jugando con cuerpos corrompidos, muchos cadáveres tendidos en el camino, mutilaciones, pedazos humanos, animales diseccionados o muertos colgados en cadenas como en mataderos, mucha podredumbre, sangre, mucosidad, incluso vísceras cayendo de abdómenes cortados, cantidad de hombres voluminosos, mujeres desnudas o tratadas como carne, sexualidad descarnada desprovista de erotismo, vulgaridad, llaneza, impiedad, crueldad, en un espacio dominado por lo medieval, y la exterminación de todo atisbo de renacimiento, en persecuciones a los llamados sabios, a manos de cultos paganos. En un orden de suma inmundicia donde todo es repugnante, violento  e inhumano.

El mayor valor del filme no está en su narrativa o relato, que es confuso, y muy mínimo en realidad, de poca trascendencia, donde no hay muchos cambios dramáticos en la historia que no sean los reflejos de la incivilización propio de un retrato continuo, en que se trata de la abstracción de una mentalidad, de un espacio terrenal y forma de gobierno deplorable, aunque se hable de otro planeta, uno muy similar al nuestro. El mayor valor del filme está en su visualidad, en su contextualización, en sentir y vivir a Arkanar, y esa forma de vida tan sucia, y tan despiadada.  Es una experiencia en una cosmovisión, en un realismo. Con una cámara que esferoide por ratos, parece chocar contra la gente, mientras se rompe la cuarta pared y hay como diálogo directo, que va hacia otros miembros burdos, armados y gigantescos que yacen donde el espectador, casi pegada la lente a lo que estamos viendo, muy próxima, generando el malestar que enarbola el filme como bandera; y solo un investigador y noble hijo ilegitimo de un dios pagano -que se da cuenta de la impotencia que genera ésta humanidad, en un pesimismo terrible- aclimatado a este mundo, Don Rumata (Leonid Yarmolnik) puede ir como en una road movie por el reino chocándose y surcando sin problemas con esta realidad, de menester, de pauperización, de la omnipotencia del barro, de los excrementos, de las secreciones, de lo nauseabundo, en donde la palabra salvaje e intenso disminuye y domina el territorio, donde el fuerte destruye al débil, y no existe noción de valores, en un constante peligro de perecer o quedar encerrado, en volvernos adictos a la perversidad de todo tipo, ya que incluso Don Rumata es un témpano de hielo (pero también un atisbo de arte, como en lo musical), hasta perder la sangre e inmiscuirse cuando nada sentimental domina el alma, y la sabiduría se repele como al demonio por una nobleza y paganismo encendido de sinrazón, de subyugación demencial, y locura impredecible, en lo que veremos todo con gran fuerza escénica en tomas largas, donde lo esencial transpira, se impregna en el espectador y  es como un viaje a las tinieblas, al mismo infierno en que sin espíritu no hay diferencia con los animales depredadores, carente de leyes que no sean la de subsistir aunque traicionándose y enfrentándose entre ellos por placer y frialdad, donde Don Rumata es conocido como un gran duelista que cercena orejas y se dedica a recorrer y mezclarse con el pueblo, los cultos, sus nobles enfrentados, niños zarrapastrosos y las multitudes de esclavos torturados o muertos regados por todas partes, donde el gris es el color que bien dibuja la geografía.

Son tres horas donde quedarás atrapado sufriendo la tragedia de la deshumanización, en lo que se exige un estómago fuerte del espectador, uno que se atreva a ver todas las bajezas y putrefacciones que uno imagine, un gordo pintado de payaso poniendo el culo para que lo cojan, un cuerpo inerte como muestra de prostitución, cadáveres descompuestos regados, algún adolescente jugando con una cabeza cercenada, cuerpos cabizbajos en procesión  hacia la horca, retardo y humillación, esclavismo sin compasión, y un largo etcétera sin restricciones, pero careciendo de sobreexplotaciones inútiles o efectistas, aunque en donde todo parece permitido, y esa sensación es la que perdura, en una película tan dura, violenta e implacable. El entender de un rumbo donde es tan difícil ser Dios, y no como algunos dicen, que éste no aboga por el planeta. Y es que Don Rumata vibrará, pero todo será en vano, en una desesperanza, “monotonía”, que bien nos hace valorar que Arkanar sea solo un limbo imaginario, distópico y enfermizo, una aventura al submundo del medievo radical, a las formas más brutales, y en medio de lo que se puede creer que existe y no es vida. El caos máximo. El apocalipsis.