miércoles, 9 de marzo de 2016

El viento sabe que vuelvo a casa

Ganadora de la competencia de documentales en el festival de cine de Cartagena de Indias 2016, dirigida por el chileno José Luis Torres Leiva. Tiene de guía, entrevistador en fuera de campo, conversador casual in situ, aventurero tranquilo y protagonista al documentalista chileno Ignacio Agüero, basado en un viaje al archipiélago de Chiloé, al sur de Chile. En un filme que tiene una agenda diversa, por un lado es la ilustración de lo folclórico y localista, como con la performance de dos talentosas niñas acordeonistas o la de un “arrojado” niño baterista, la muestra de celebraciones funerarias que duran 9 días tipo circunspecta fiesta patronal con comida y alcohol, o ver locales mezclados con animales, vacas pasteando, o a algún chancho castigado y torturado. Dentro de un documental que está al acecho de la novedad, pero con autenticidad, ofreciendo harta paciencia y buena onda, donde el poblador tiene la oportunidad de brillar, pero la humildad de su vida y vivencias les gana, habiendo una anciana que inquiere por un hijo que no se comunica con ella hace 30 años, en un intento de showman narrando sobre sus 8 vástagos, como quien da sus últimas palabras sobre las tablas, para que al terminar de hablar deje escapar una risa fresca agradeciendo que sorprendentemente la hayan escuchado, y es que no se termina de creer en el ambiente que la sencilla cotidianidad de esta gente pueda ser cautivante para alguien, en el que es un himno a la humildad absoluta, a cierto vacío, y  a su vez a una gran humanidad. También es la búsqueda de la leyenda, Agüero carga consigo una historia que preguntar, la de unos Romeo y Julieta que ante la negativa de su relación desaparecieron, esto se complementa con la idea de que en la isla de Meulín hay dos sectores divididos por un puente, uno llamado San Francisco y el otro El tránsito, uno de ellos una zona donde viven indígenas, mapuches, y en la otra mestizos, que en una época se tenían rivalidad y no se mezclaban, por lo que los apellidos eran formas de separación.

En el trayecto Agüero trata de hallar algún relato fantástico e interesante conversando con los pobladores de Chiloé, pero en la mayoría de veces las respuestas son tímidas, austeras, esquivas o poco sólidas, respetándose una clara espontaneidad que no siembra todo su fruto, hay una carencia de cuentacuentos y de espectacularidad (como ese niño jugando en el desenlace, no obstante el filme registra todo y proyecta otro tipo de interés, ya no en la riqueza de un relato original, sino en la afabilidad y la sencillez existencial, familias amplias, celebraciones caseras, vidas satisfechas ausentes de grandilocuencia, sentido de comunidad, juego, hasta un casting sin pretensiones), que te mantiene entretenido, relajado y atento, donde se ha logrado plasmar no solo mucha naturalidad, de ahí los “defectos” en el alcance de las historias, sino simpatía, como con unos bailes de unas colegialas y otros cantos curiosos. Porque este documental en otra faceta es el pretexto del casting de una película, de lo que a lo Eduardo Coutinho se van dando entrevistas que intentan plasmar esa magia que conseguía el brasileño en sus obras.  

La mejor historia proviene de una indígena acriollada casada con un mestizo y venida a vivir a su territorio, los habitantes bromean hablando de fronteras en su isla. Agüero se detiene en una caminata y fluye una conversación atravesada por una alambrada, la mujer ya de cierta edad con gran carisma y soltura brinda hasta el último detalle. Este pareciera que fuera el leitmotiv del filme, la repetición del Romeo y Julieta de Chiloé, en que hasta en ello hay un pequeño sentir de sabotaje, y sin embargo el documental es muchas otras cosas, como que Agüero simplemente echa a andar, manejar o tomar un taxi, dialogando con quien se le cruza mientras hace de turista curioso, y la cámara y la experiencia conjunta lo respalda en todo momento, y a la propuesta, en el que es el espíritu del triunfo a toda prueba.